de Teófilo Josefo Tadeo)
1.- Los prolegómenos
Aquila Brown fue el primero
en decir rotundamente
que dos mil quinientos veinte
era en años el entero
cómputo de los famosos
siete tiempos del profeta
para hacer de este planeta
la corte de los gloriosos.
Allá por el veintitrés
de aquel siglo diecinueve
que las montañas aún mueve
y aún suscita el interés,
tuvo gran repercusión
el libro ‘El Atardecer’
que Brown legó con placer
y es de fechas conmoción.
Después profetizaría
William Miller, que fue el mismo
fundador del adventismo;
afirmó que el fin vendría
y el Cristo aparecería,
ya el cuarenta y tres pasado;
no habiendo el Señor llegado,
gran decepción surgiría.
La tan ansiada venida
pospuso al año siguiente;
fracasó y, por consiguiente,
fue sonada la estampida.
Entre los muchos devotos,
Nelson Barbour se encontraba;
con chasco a Australia emigraba,
como tantos boquirrotos.
Este Barbour regresó
como veinte años después
y en Londres puso los pies,
algo que no le pesó,
pues fue allí que descubrió
por algún perdido estante
una obra interesante
que un tal Elliot escribió.
Filosofando profundo,
mister Elliot aducía
que al catorce se extendía
el gran tiempo de este mundo.
‘Horas’ era a la sazón
el libro que sutilmente
a Barbour le abrió la mente
y le embargó el corazón.
Creyó al punto detectar
que Miller se equivocaba
en tres décadas y estaba
ya el tiempo listo a expirar.
Y así fue que, finalmente,
risueño interpretaría
que el señor Cristo estaría
al setenta y tres presente.
Predicó en todo lugar
y, una vez que hubo pasado
el año supracitado,
no viendo al Cristo llegar,
corrigió el entendimiento,
pues era el fallo evidente,
y aplazó al año siguiente
el magno acontecimiento.
El año voló cual humo,
el Cristo no apareció
y la secta se escindió,
desairada en grado sumo.
Mas Barbour no se rindió
e hizo ver lo nunca visto:
que la presencia de Cristo
en el cielo aconteció.
Para explicar tal misterio
fundó su propia revista,
‘El Heraldo’, siempre lista
para este asunto tan serio.
Una copia recibió
Charles Russell, que al leerla,
encontró que era una perla
y a Barbour presto escribió.
En verse con él convino
y al fin quedó convencido
de que tenía sentido
la fecha en que el Cristo vino.
Que fue en el setenta y cuatro
que acaeció tal evento,
según el discernimiento
que no era más que teatro.
Esta patraña adventista
la extendió Russell fanático
y en proclamarla fue enfático
cual activo publicista.
Por tal prédica insensata
muchos fueron engañados
y también decepcionados:
todo quedó en perorata.
Este Russell se valió
de la sociedad fundada,
por Conley, que a aquél le abrió
las puertas editoriales,
imprimiendo por millones
todas sus publicaciones
y amasando así caudales.
Grosso modo predicaba
que el catorce aterraría
porque desastre vendría
sobre quien no le escuchaba.
Que el seiscientos seis fue el año
de la horrible destrucción
de la judaica nación
y ahora mayor era el daño.
Lo que Russell no sabía
es que un tal Birks escribió
que el seiscientos seis salió,
no de alguna profecía,
sino de añadir al año
quinientos ochenta y siete
el diecinueve que mete
Jeremías en su escaño.
Pero Birks erró la cuenta
porque dieciocho fueron
los años que transcurrieron
hasta aquella cenicienta
ruina de Jerusalén,
desde que al trono ascendiera
el monarca que tuviera
de los judíos desdén.
Tienen rigurosamente
razón los historiadores
cuando con sabios rigores
demuestran celosamente
que Jerusalén cayó
como torre de juguete
en aquel ochenta y siete
que una patria destruyó.
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