sábado, 15 de diciembre de 2018

EL SEÑOR RUSSELL ABRE EL TELON (2)

(Del libro HISTORIA EN VERSOS DE LA WATCHTOWER Y LOS TESTIGOS DE JEHOVA,
de Teófilo Josefo Tadeo)


En el siglo antes del veinte,

ya mediados los setenta,

aceptó Russell la cuenta

que echara precariamente

sobre los tiempos del mundo

un tal Barbour, adventista

y al par supremo cuentista,

calculador errabundo.

 

Este Barbour anunció

en su revista El Heraldo

-por cierto, sin gran respaldo,

pues fantasías urdió-,

que el Cristo empezó a reinar

el año setenta y cuatro,

de lo cual hizo teatro

y a algunos fue a impresionar.

 

Llegó a Russell la revista

y quedó conmocionado

tras leer lo publicado.

Solicitó una entrevista

con el tal Barbour, y pronto

éste a aquél en un momento,

sin mucho razonamiento,

le convenció como a un tonto.

 

Joven como Russell era,

sin letras, sin experiencia,

aceptó con diligencia

y con patente ceguera

las fechas que aquél le diera,

junto con ciertas doctrinas

que se estimaban divinas,

sin cotejarlas siquiera.

 

Las fechas que transmitiera

Barbour a Russell, aquél

las extrajo del papel

que un tal Elliot escribiera

como tres décadas antes

cuando quiso demostrar

que a punto estaban de entrar

los nuevos tiempos radiantes:

 

Seiscientos seis, como el año

en que la ciudad judía

sufrió en un aciago día

inimaginable daño.

Y la de mil novecientos

catorce, por deducción,

fecha del Armagedón,

lanzada a todos los vientos.

 

Y Russell, con impaciencia,

con mayúsculo entusiasmo,

sin malicia ni sarcasmo,

sin sopesar la evidencia,

inició con alegría

la tenaz predicación

ésa del Armagedón

que en el catorce vendría.

 

Mas, como no acaeció,

Russell, con vista de lince

la retrasó para el quince;

pero nada sucedió,

salvo que el mundo se vió

dentro de aquella gran guerra

que hizo temblar a la tierra

y que Russell no previó.

 

Para entonces el barbado

y locuaz predicador

era ya el publicador

más grande considerado,

pues vendía por millones

piezas de literatura

que no otorgaban cultura

y sí muchas diversiones.

 

La Watch Tower de Sión,

que fundara ilusionado,

la dejó como legado

a su fiel generación.

Tal revista en este día

se designa ‘La Atalaya’;

largo en doctrina se explaya

y en caduca profecía.

 

Dos años después fundó

un tal Conley la entidad

Watchtower, que utilidad

a Russell pronto le dio

cuando, tras un lustro entero,

la Watchtower refundó,

que a tiempo le redundó

un porvenir lisonjero.

 

Su famosa colección

de la Aurora del Milenio,

tramada con sumo ingenio,

fue de la grey distracción.

Charlatanes ambulantes

la expendieron por doquier

con gratuito quehacer

en tiempos tan apremiantes.

 

Famoso fue el Fotograma

de la Creación, que aún brilla

cual pionera maravilla

de la cinética trama.

Por tal admirable invento,

muchos fueron absorbidos

y sus destinos torcidos,

lejos del discernimiento.

 

Era Russell fiel masón,

como afirmó en un discurso

en una asamblea en curso,

no de la congregación,

sino de ilustres masones

de Pasadena. De grado,

libre masón aceptado

dijo que era, sin ficciones.

 

Enarboló por bandera

la piramidología;

su Biblia en piedra sería

la gran pirámide entera.

El caso es que presentaban

todas sus publicaciones

simbolismos de masones:

dobles alas destacaban.

 

Fue de viaje a tierra santa

y hasta Egipto visitó,

donde bien se retrató,

porque la historia lo canta,

en el vetusto y altivo

piramidal monumento

que a Keops su fundamento

se atribuye sin motivo.

 

Ya entonces, como es probado,

se dividió el movimiento,

al no ver el cumplimiento

de todo lo predicado.

Hoy en día, varias sectas

que se llaman Estudiantes

de la Biblia, aún expectantes

lanzan prédicas directas.

 

Cansado por el vaivén

de los esquivos asuntos,

la víspera de difuntos

murió Russell en un tren.

Media centuria perdió

de incesante predicar

que hubo al fin de caducar

porque su luz se fundió.

 

Junto a su tumba se alza

la pirámide masónica,

hoy completamente afónica

porque su voz ya no ensalza.

Los suyos se la erigieron

en honor de su persona

y la cruz y la corona

sobre su cima esculpieron.

 

Pleno de afabilidad,

su profetizar entero

pudo haber sido sincero,

pero sin veracidad.

Corrió por su propia cuenta,

no fue profeta inspirado

ni Dios le había enviado:

corona de humo detenta.

 

Del esclavo fiel se afirma

que activo está cual vocero

desde aquel siglo primero,

que la Biblia lo confirma.

Sería providencial

que Russell, por descontado,

hubiera al fin contactado

con el esclavo oficial.

 

Pero Russell no contó

con tal guía en la Escritura;

solitario en la aventura,

con aquél no contactó.

¿Restableció el cristianismo

este Russell en su día?

No, porque ya existía

desde el siglo primo mismo.

 

Todo aquel que bien discierna

verá que dos paralelas

marcan hoy sus cantinelas:

una antigua, otra moderna.

Si la antigua es verdadera,

la de Russell no lo es

y esto no tiene otro envés,

como es patente a cualquiera.

 

Una pirámide erguida

en un triste camposanto,

aprisiona a cal y canto

una esperanza perdida.

Fue tan solo una utopía

lo que Russell predicó;

por eso se equivocó.

Su vida quedó vacía.

 

Hoy día salta a la vista

que se movió en el error

y fue solo un precursor

al estilo del Bautista,

que no llegó a ser cristiano.

Así Russell no fue ungido,

por más que su cometido

fuera un predicar ufano.

 

 

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