de Teófilo Josefo Tadeo)
En el siglo antes del veinte,
ya mediados los setenta,
aceptó Russell la cuenta
que echara precariamente
sobre los tiempos del mundo
un tal Barbour, adventista
y al par supremo cuentista,
calculador
errabundo.
Este
Barbour anunció
en su revista El Heraldo
-por cierto, sin gran respaldo,
pues fantasías urdió-,
que el Cristo empezó a reinar
el año setenta y cuatro,
de lo cual hizo teatro
y a algunos fue a impresionar.
Llegó a Russell la revista
y quedó conmocionado
tras leer lo publicado.
Solicitó una entrevista
con el tal Barbour, y pronto
éste a aquél en un momento,
sin mucho razonamiento,
le convenció como a un tonto.
Joven como Russell era,
sin letras, sin experiencia,
aceptó con diligencia
y con patente ceguera
las fechas que aquél le diera,
junto con ciertas doctrinas
que se estimaban divinas,
sin cotejarlas siquiera.
Las fechas que transmitiera
Barbour a Russell, aquél
las extrajo del papel
que un tal Elliot escribiera
como tres décadas antes
cuando quiso demostrar
que a punto estaban de entrar
los nuevos tiempos radiantes:
Seiscientos seis, como el año
en que la ciudad judía
sufrió en un aciago día
inimaginable daño.
Y la de mil novecientos
catorce, por deducción,
fecha del Armagedón,
lanzada a todos los vientos.
Y Russell, con impaciencia,
con mayúsculo entusiasmo,
sin malicia ni sarcasmo,
sin sopesar la evidencia,
inició con alegría
la tenaz predicación
ésa del Armagedón
que en el catorce vendría.
Mas, como no acaeció,
Russell, con vista de lince
la retrasó para el quince;
pero nada sucedió,
salvo que el mundo se vió
dentro de aquella gran guerra
que hizo temblar a la tierra
y que Russell no previó.
Para entonces el barbado
y locuaz predicador
era ya el publicador
más grande considerado,
pues vendía por millones
piezas de literatura
que no otorgaban cultura
y sí muchas diversiones.
que fundara ilusionado,
la dejó como legado
a su fiel generación.
Tal revista en este día
se designa ‘La Atalaya’;
largo en doctrina se explaya
y en caduca profecía.
Dos años después fundó
un tal Conley la entidad
Watchtower, que utilidad
a Russell pronto le dio
cuando, tras un lustro entero,
la Watchtower refundó,
que a tiempo le redundó
un porvenir lisonjero.
Su famosa colección
de la Aurora del Milenio,
tramada con sumo ingenio,
fue de la grey distracción.
Charlatanes ambulantes
la expendieron por doquier
con gratuito quehacer
en tiempos tan apremiantes.
Famoso fue el Fotograma
de la Creación , que aún brilla
cual pionera maravilla
de la cinética trama.
Por tal admirable invento,
muchos fueron absorbidos
y sus destinos torcidos,
lejos del discernimiento.
Era Russell fiel masón,
como afirmó en un discurso
en una asamblea en curso,
no de la congregación,
sino de ilustres masones
de Pasadena. De grado,
libre masón aceptado
dijo que era, sin ficciones.
Enarboló por bandera
la piramidología;
su Biblia en piedra sería
la gran pirámide entera.
El caso es que presentaban
todas sus publicaciones
simbolismos de masones:
dobles alas destacaban.
Fue de viaje a tierra santa
y hasta Egipto visitó,
donde bien se retrató,
porque la historia lo canta,
en el vetusto y altivo
piramidal monumento
que a Keops su fundamento
se atribuye sin motivo.
Ya entonces, como es probado,
se dividió el movimiento,
al no ver el cumplimiento
de todo lo predicado.
Hoy en día, varias sectas
que se llaman Estudiantes
de la Biblia , aún expectantes
lanzan prédicas directas.
Cansado por el vaivén
de los esquivos asuntos,
la víspera de difuntos
murió Russell en un tren.
Media centuria perdió
de incesante predicar
que hubo al fin de caducar
porque su luz se fundió.
Junto a su tumba se alza
la pirámide masónica,
hoy completamente afónica
porque su voz ya no ensalza.
Los suyos se la erigieron
en honor de su persona
y la cruz y la corona
sobre su cima esculpieron.
Pleno de afabilidad,
su profetizar entero
pudo haber sido sincero,
pero sin veracidad.
Corrió por su propia cuenta,
no fue profeta inspirado
ni Dios le había enviado:
corona de humo detenta.
Del esclavo fiel se afirma
que activo está cual vocero
desde aquel siglo primero,
que la Biblia lo confirma.
Sería providencial
que Russell, por descontado,
hubiera al fin contactado
con el esclavo oficial.
Pero Russell no contó
con tal guía en la Escritura ;
solitario en la aventura,
con aquél no contactó.
¿Restableció el cristianismo
este Russell en su día?
No, porque ya existía
desde el siglo primo mismo.
Todo aquel que bien discierna
verá que dos paralelas
marcan hoy sus cantinelas:
una antigua, otra moderna.
Si la antigua es verdadera,
la de Russell no lo es
y esto no tiene otro envés,
como es patente a cualquiera.
Una pirámide erguida
en un triste camposanto,
aprisiona a cal y canto
una esperanza perdida.
Fue tan solo una utopía
lo que Russell predicó;
por eso se equivocó.
Su vida quedó vacía.
Hoy día salta a la vista
que se movió en el error
y fue solo un precursor
al estilo del Bautista,
que no llegó a ser cristiano.
Así Russell no fue ungido,
por más que su cometido
fuera un predicar ufano.
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