Medio lustro de aflicción
pasó, vacío de gloria,
y ocupó henchido de euforia
Rutherford el gran sillón.
Su buen sudor le supuso,
pues, no siendo el designado,
manejó como abogado
los hilos y al fin se impuso.
El juez Rutherford, llamaban
a este nuevo presidente
de carácter vehemente;
ante él los suyos temblaban.
Tipo rudo y prepotente,
nunca gozó del afecto
tan profundo y tan perfecto
que a Russell le dio su gente.
Publicó un libro siniestro
lleno de barbaridades
que hizo pasar por verdades
de su difunto maestro.
Tal suceso motivó
que se escindiera la secta,
mas él, de manera afecta,
con furia el fuego avivó.
Para el año dieciocho
profetizó sin piedad
que la entera cristiandad
sufriría su desmocho.
Que, sin tregua y parsimonia,
Dios mataría a millones
que daban sus devociones
a la grande Babilonia.
Por una publicación
que a la nación criticaba
cuando en la contienda entraba,
fue recluído en prisión.
Cuando con la primavera
la libertad conseguía,
la rabia que le envolvía
le hizo perder la sesera.
Lanzó un folleto, además
de agudas disertaciones,
pregonando que millones
no morirían jamás,
e incluso fue más allá,
todo por llenar las arcas,
y afirmó que los patriarcas
resucitarían ya.
El veinticinco sería
el año de tal evento
y, tras su acontecimiento,
el Armagedón vendría.
Fue un lustro de excitación
para la feligresía,
que extendió su fantasía
por todo pueblo y región.
Con razones oportunas
los de la médica ciencia
pregonaban a conciencia
el uso de las vacunas.
con esta declaración:
que toda vacunación
era diabólico asunto.
En el año veintidós,
Rutherford más incendiaba
los ánimos cuando daba
como primicias de Dios
tardías explicaciones
de que el Cristo visitó
a su esclavo y lo nombró
su mayordomo en funciones.
Todo oyente esto aceptó
como palabra del cielo,
así picando el anzuelo;
pero nadie detectó
que si un rey viene a un hogar,
el dueño al punto se entera,
no a la cuarta primavera:
absurdo es tal razonar.
Si, por dar fiel alimento,
el Cristo hubiera nombrado
en la tierra apoderado,
no valdría el argumento
de que la luz ha aumentado
desde aquel lejano día,
pues Cristo no nombraría
a quien todo lo ha cambiado.
¿Pues no dice la Escritura
que Cristo siempre es el mismo
y que nos lleva al abismo
toda enseñanza insegura?
Aquélla del diecinueve,
por mucha luz aumentar,
no es doctrina de cambiar,
así truene y así nieve.
La postrera Navidad
que Rutherford celebró,
en el veintiséis paró
y ya tal festividad
llegó a su caducidad,
igual que los cumpleaños,
que eran eventos extraños
para la misma “verdad”.
Pasado el tiempo, atizó
a la secta el gran lamento
y quedó como un jumento
quien tan mal profetizó.
Agachadas las orejas
por mentir sin fundamento,
perdió el ochenta por ciento
de las cándidas ovejas.
Amainada la tormenta,
a los suyos instruyó
y Beth Sarim construyó
allá por el año treinta.
Recaudó por donaciones
como casi tres decenas
de millares y, sin penas,
colmó así sus ambiciones.
La suntuosa mansión
patriarcas albergaría,
a los que se esperaría
pronto en la resurrección.
Mientras tanto, en buen apaño,
Rutherford la ocuparía
y harto la disfrutaría
mes a mes y año tras año.
Tenía el fatuo señor
un Cadillac en la puerta
con su chófer siempre alerta,
y en la bodega, la flor
de esos caldos tan selectos
que todo experto alababa
y a los que él bien prodigaba
sus más cálidos afectos.
Otro Cadillac radiante
le esperaba en la ciudad,
producto de la piedad
de la manada ignorante
que soportaba las pruebas
y de buena fe creía
que el dinero se invertía
íntegro en las buenas nuevas.
Fundó su propia emisora
para lanzar por las ondas
fantasías trapisondas
que fraguaba sin demora.
Por tal novedoso medio
hizo del temor su espada
y la multitud captada
le supuso pingüe predio.
También por los años treinta,
cuando el alcohol fue prohibido,
Rutherford, enfurecido,
a la misma Ley se enfrenta.
Critica la prohibición
y, con voz de ordeno y mando,
se agencia de contrabando
bebidas de otra nación.
Novedad interesante
fue que la predicación
aprovechó la invención
de un artefacto parlante
que gramófono llamaban
e iban con él por las casas
agitando así a las masas,
que hasta la puerta atrancaban.
En el año treinta y uno,
el Rutherford visionario,
divino depositario
del verbo y faro oportuno,
prendió luz en lo secreto
y dio sin vacilación
nueva denominación
al fiel esclavo discreto.
Como era este fiel esclavo
el cuerpo entero de ungidos,
que otros no eran conocidos,
el tal cargó con el clavo
de testigos de Jehová
o Israel espiritual,
tipo de aquel natural
que aquí ni viene ni va.
El treinta y cinco a la mano,
viendo que sobraban miles,
encendió nuevos candiles
el doctor watchtoweriano.
Siendo más que las lentejas
tantos hermanos y hermanas,
echó al vuelo las campanas
y los llamó “otras ovejas”.
Salvó así la situación,
con dos clases ovejunas
y dos distintas fortunas.
Tamaña suposición
a comprender no se alcanza:
el que unos vayan al cielo
y otros queden en el suelo,
dobla la única esperanza.
Libros imprimió a montones,
que a espuertas se colocaron;
dividendos reportaron
por millares de millones.
Arco Iris bautizó
a su extensa colección,
desechada por ficción
cuando bien se analizó.
Hasta al führer alemán
le dirigió una misiva
con su loa preceptiva,
torciendo aquél su ademán,
pues no permitió ni loco
que un tipo de pacotilla
le hiciera la pelotilla
con alabanza a descoco.
Había allí a la sazón
diez millares de testigos
declarados enemigos
sin aparente razón.
A unos dos mil recluyeron
sin juicio y sin escrutinio
en los campos de exterminio
y los demás se perdieron.
Y de nuevo le escribió
el de América del este;
esta vez, echando peste,
sin tacto, a aquél encendió
y ahora el führer, cual demente,
descargó toda su saña
de diabólica alimaña
aun sobre el más inocente.
El neoyorkino, rotundo,
lanzó el siguiente alegato:
que no es bíblico el mandato
de traer niños al mundo
antes del Armagedón,
tiempo en el que se encontraba,
según él lo presagiaba
por divina inspiración.
Y, puesto que en unos meses,
la tormenta estallaría,
sabio y práctico sería
que a los santos intereses
y con la frente bien alta
se dedicase el testigo,
librándose del castigo
que Dios traería sin falta.
Antes de eso, “nueva luz”
el gran jefe recibió
y por ella concibió
que no fue muerto en la cruz
el Cristo, sino clavado
con enorme sufrimiento
a un madero de tormento,
un poste hincado en el suelo.
La cruz no tenía brazos,
declaró la mar de ufano
el patrón watchtoweriano,
dando al tema carpetazo.
Pero se habla en la Escritura
de ‘los clavos de las manos’
y entienden los escribanos
‘stauros’ como ‘T’ pura.
En una gran asamblea
en Nueva York celebrada,
‘Gobierno y paz’ titulada,
se suscitó una pelea.
A los acomodadores
les dieron gruesos bastones
y levantaron chichones
a unos alborotadores.
Cerca del año cuarenta,
Rutherford, por vanidad,
compró una nueva heredad
apartada y suculenta.
La pagó sin dilación,
en secreto y con orgullo,
cargándole por chanchullo
todo a la organización.
Siendo los tiempos de guerra
y, creyendo que algún día
en la refriega andaría,
se construyó bajo tierra
dos búnkeres de hormigón
para su tranquilidad.
Casa de Seguridad,
Beth Shan, llamó a aquel rincón.
Nunca lo disfrutaría,
pues llegó el cuarenta y dos
y hubo de decir adiós
a cuanto más él quería.
Solicitó con audacia
sin falta ser enterrado
en su Beth Sarim amado,
mas se le negó tal gracia.
Los suyos lo mantuvieron
por largo tiempo insepulto,
en una heladera oculto,
y al final se decidieron
a inhumarlo en lo discreto,
sin ningún ceremonial
ni lápida memorial:
su tumba es hoy un secreto.
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