martes, 18 de diciembre de 2018

RUTHERFORD DA LA PUNTILLA (3)

(Del libro HISTORIA EN VERSO DE LA WATCHTOWER Y LOS TESTIGOS DE JEHOVA, de Teófilo Josefo Tadeo)
 


Medio lustro de aflicción

pasó, vacío de gloria,

y ocupó henchido de euforia

Rutherford el gran sillón.

Su buen sudor le supuso,

pues, no siendo el designado,

manejó como abogado

los hilos y al fin se impuso.

 

El juez Rutherford, llamaban

a este nuevo presidente

de carácter vehemente;

ante él los suyos temblaban.

Tipo rudo y prepotente,

nunca gozó del afecto

tan profundo y tan perfecto

que a Russell le dio su gente.

 

Publicó un libro siniestro

lleno de barbaridades

que hizo pasar por verdades

de su difunto maestro.

Tal suceso motivó

que se escindiera la secta,

mas él, de manera afecta,

con furia el fuego avivó.

 

Para el año dieciocho

profetizó sin piedad

que la entera cristiandad

sufriría su desmocho.

Que, sin tregua y parsimonia,

Dios mataría a millones

que daban sus devociones

a la grande Babilonia.

 

Por una publicación

que a la nación criticaba

cuando en la contienda entraba,

fue recluído en prisión.

Cuando con la primavera

la libertad conseguía,

la rabia que le envolvía

le hizo perder la sesera.

 

Lanzó un folleto, además

de agudas disertaciones,

pregonando que millones

no morirían jamás,

e incluso fue más allá,

todo por llenar las arcas,

y afirmó que los patriarcas

resucitarían ya.

 

El veinticinco sería

el año de tal evento

y, tras su acontecimiento,

el Armagedón vendría.

Fue un lustro de excitación

para la feligresía,

que extendió su fantasía

por todo pueblo y región.

 

Con razones oportunas

los de la médica ciencia

pregonaban a conciencia

el uso de las vacunas.

La Watchtower saltó al punto

con esta declaración:

que toda vacunación

era diabólico asunto.

 

En el año veintidós,

Rutherford más incendiaba

los ánimos cuando daba

como primicias de Dios

tardías explicaciones

de que el Cristo visitó

a su esclavo y lo nombró

su mayordomo en funciones.

 

Todo oyente esto aceptó

como palabra del cielo,

así picando el anzuelo;

pero nadie detectó

que si un rey viene a un hogar,

el dueño al punto se entera,

no a la cuarta primavera:

absurdo es tal razonar.

 

Si, por dar fiel alimento,

el Cristo hubiera nombrado

en la tierra apoderado,

no valdría el argumento

de que la luz ha aumentado

desde aquel lejano día,

pues Cristo no nombraría

a quien todo lo ha cambiado.

 

¿Pues no dice la Escritura

que Cristo siempre es el mismo

y que nos lleva al abismo

toda enseñanza insegura?

Aquélla del diecinueve,

por mucha luz aumentar,

no es doctrina de cambiar,

así truene y así nieve.

 

La postrera Navidad

que Rutherford celebró,

en el veintiséis paró

y ya tal festividad

llegó a su caducidad,

igual que los cumpleaños,

que eran eventos extraños

para la misma “verdad”.

 

Pasado el tiempo, atizó

a la secta el gran lamento

y quedó como un jumento

quien tan mal profetizó.

Agachadas las orejas

por mentir sin fundamento,

perdió el ochenta por ciento

de las cándidas ovejas.

 

Amainada la tormenta,

a los suyos instruyó

y Beth Sarim construyó

allá por el año treinta.

Recaudó por donaciones

como casi tres decenas

de millares y, sin penas,

colmó así sus ambiciones.

 

La suntuosa mansión

patriarcas albergaría,

a los que se esperaría

pronto en la resurrección.

Mientras tanto, en buen apaño,

Rutherford la ocuparía

y harto la disfrutaría

mes a mes y año tras año.

 

Tenía el fatuo señor

un Cadillac en la puerta

con su chófer siempre alerta,

y en la bodega, la flor

de esos caldos tan selectos

que todo experto alababa

y a los que él bien prodigaba

sus más cálidos afectos.

 

Otro Cadillac radiante

le esperaba en la ciudad,

producto de la piedad

de la manada ignorante

que soportaba las pruebas

y de buena fe creía

que el dinero se invertía

íntegro en las buenas nuevas.

 

Fundó su propia emisora

para lanzar por las ondas

fantasías trapisondas

que fraguaba sin demora.

Por tal novedoso medio

hizo del temor su espada

y la multitud captada

le supuso pingüe predio.

 

También por los años treinta,

cuando el alcohol fue prohibido,

Rutherford, enfurecido,

a la misma Ley se enfrenta.

Critica la prohibición

y, con voz de ordeno y mando,

se agencia de contrabando

bebidas de otra nación.

 

Novedad interesante

fue que la predicación

aprovechó la invención

de un artefacto parlante

que gramófono llamaban

e iban con él por las casas

agitando así a las masas,

que hasta la puerta atrancaban.

 

En el año treinta y uno,

el Rutherford visionario,

divino depositario

del verbo y faro oportuno,

prendió luz en lo secreto

y dio sin vacilación

nueva denominación

al fiel esclavo discreto.

 

Como era este fiel esclavo

el cuerpo entero de ungidos,

que otros no eran conocidos,

el tal cargó con el clavo

de testigos de Jehová

o Israel espiritual,

tipo de aquel natural

que aquí ni viene ni va.

 

El treinta y cinco a la mano,

viendo que sobraban miles,

encendió nuevos candiles

el doctor watchtoweriano.

Siendo más que las lentejas

tantos hermanos y hermanas,

echó al vuelo las campanas

y los llamó “otras ovejas”.

 

Salvó así la situación,

con dos clases ovejunas

y dos distintas fortunas.

Tamaña suposición

a comprender no se alcanza:

el que unos vayan al cielo

y otros queden en el suelo,

dobla la única esperanza.

 

Libros imprimió a montones,

que a espuertas se colocaron;

dividendos reportaron

por millares de millones.

Arco Iris bautizó

a su extensa colección,

desechada por ficción

cuando bien se analizó.

 

Hasta al führer alemán

le dirigió una misiva

con su loa preceptiva,

torciendo aquél su ademán,

pues no permitió ni loco

que un tipo de pacotilla

le hiciera la pelotilla

con alabanza a descoco.

 

Había allí a la sazón

diez millares de testigos

declarados enemigos

sin aparente razón.

A unos dos mil recluyeron

sin juicio y sin escrutinio

en los campos de exterminio

y los demás se perdieron.

 

Y de nuevo le escribió

el de América del este;

esta vez, echando peste,

sin tacto, a aquél encendió

y ahora el führer, cual demente,

descargó toda su saña

de diabólica alimaña

aun sobre el más inocente.

 

El neoyorkino, rotundo,

lanzó el siguiente alegato:

que no es bíblico el mandato

de traer niños al mundo

antes del Armagedón,

tiempo en el que se encontraba,

según él lo presagiaba

por divina inspiración.

 

Y, puesto que en unos meses,

la tormenta estallaría,

sabio y práctico sería

que a los santos intereses

y con la frente bien alta

se dedicase el testigo,

librándose del castigo

que Dios traería sin falta.

 

Antes de eso, “nueva luz”

el gran jefe recibió

y por ella concibió

que no fue muerto en la cruz

el Cristo, sino clavado

con enorme sufrimiento

a un madero de tormento,

un poste hincado en el suelo.

 

La cruz no tenía brazos,

declaró la mar de ufano

el patrón watchtoweriano,

dando al tema carpetazo.

Pero se habla en la Escritura

de ‘los clavos de las manos’

y entienden los escribanos

‘stauros’ como ‘T’ pura.

 

En una gran asamblea

en Nueva York celebrada,

‘Gobierno y paz’ titulada,

se suscitó una pelea.

A los acomodadores

les dieron gruesos bastones

y levantaron chichones

a unos alborotadores.

 

Cerca del año cuarenta,

Rutherford, por vanidad,

compró una nueva heredad

apartada y suculenta.

La pagó sin dilación,

en secreto y con orgullo,

cargándole por chanchullo

todo a la organización.

 

Siendo los tiempos de guerra

y, creyendo que algún día

en la refriega andaría,

se construyó bajo tierra

dos búnkeres de hormigón

para su tranquilidad.

Casa de Seguridad,

Beth Shan, llamó a aquel rincón.

 

Nunca lo disfrutaría,

pues llegó el cuarenta y dos

y hubo de decir adiós

a cuanto más él quería.

Solicitó con audacia

sin falta ser enterrado

en su Beth Sarim amado,

mas se le negó tal gracia.

 

Los suyos lo mantuvieron

por largo tiempo insepulto,

en una heladera oculto,

y al final se decidieron

a inhumarlo en lo discreto,

sin ningún ceremonial

ni lápida memorial:

su tumba es hoy un secreto.

 

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