Citas
de la Septuaginta en los evangelios (1)
Existen dos grupos
de versiones de la Tanaj o Antiguo Testamento, a saber: el grupo de escritos en
hebreo y el de los escritos en griego. Estos últimos parten del siglo III antes
de la era cristiana (a.e.c.), cuando, según se cuenta, un grupo de setenta y
dos intelectuales, a petición de la Biblioteca de Alejandría, tradujo del
hebreo al griego la Torah o Pentateuco (cinco primeros libros de la Biblia, de
Beresit a Debarim o Génesis a Deuteronomio). Es la llamada Septuaginta o Biblia
de los Setenta, si bien tal exagerada cantidad de intérpretes se basa en una
leyenda. La creencia general es que los traductores de la Septuaginta vertieron
al griego toda la Tanaj (Viejo Testamento), lo cual no es exacto.
El historiador
judío Flavio Josefo, en el prólogo de su obra ‘Antigüedades judaicas’, escribe
a finales del siglo I de la era cristiana que los setenta se limitaron a
traducir únicamente los libros de Moisés o la Torah, y ésa era la parte de la
Septuaginta que se conocía en su tiempo. Es lo que también manifiesta el Talmud
en su novena Meguilá. El resto de la biblia hebrea, incluídos los profetas y
los salmos, fue evidentemente traducido al griego por miembros de la incipiente
Iglesia.
Los eclesiásticos
argumentan que toda la Tanaj estaba traducida al griego para el siglo II
a.e.c.; pero el historiador Josefo no es de esa opinión y, como se ha
adelantado, a finales del siglo I solamente se conocían vertidos al griego los
cinco libros de la Ley mosaica. Por tanto, después del primer siglo fue cuando
se tradujo al griego el resto de los libros de la biblia hebrea, que se
añadieron a la Septuaginta haciendo creer piadosamente a los lectores que esas
traducciones eran más antiguas.
Ni qué decir tiene
que los judíos utilizaban en el Templo y en sus sinagogas la versión hebrea de
las Escrituras y no la griega o Septuaginta. Jesús de Nazaret leería
evidentemente de los rollos de las escrituras hebreas y no de la traducción
griega, por mucho que los eclesiásticos quieran defender el segundo punto. Jesús
no pudo haber leído del rollo de Isaías de la Septuaginta porque en su tiempo
no existía esa parte de la versión griega.
Se imputa el
primer evangelio al apóstol de Jesús, Mateo Leví, de quien se asegura que lo
redactó en hebreo para los judíos. No obstante, de su lectura se deduce que el
escritor del evangelio de Mateo no pudo haber sido judío, dado que citó
textualmente de pasajes de la Septuaginta griega y no de las Escrituras
hebreas, lo cual es inconcebible en un judío. Algo asimismo inexplicable es que
un judío del primer siglo escribiera que Jesús se rodeó de multitudes en varias
ocasiones, cuando por la historia se sabe que los romanos, que temían
sublevaciones, no permitían, fuera del ámbito del Templo, reuniones
multitudinarias en Judea. Las concentraciones de multitudes e incluso de
pequeños grupos, sobre todo las celebradas a campo abierto, eran disueltas por
la fuerza con resultados mortales en algunos casos.
Se asegura que
Mateo escribió su evangelio hacia mediados del primer siglo. De ser esto
cierto, cabe preguntarse cómo es que Mateo cita de Isaías según la Septuaginta,
siendo el caso que la traducción de Isaías al griego ni siquiera estaba
disponible a finales del siglo I, según Josefo. Si a finales del siglo I no se
conocía aún la traducción griega de Isaías, menos se conocería a mediados del
mismo siglo, cuando se supone que Mateo redactó su evangelio. Una de dos, o las
citas que Mateo hace de la Septuaginta se insertaron después del siglo I, o
todo el evangelio de Mateo fue redactado después de ese primer siglo. Lo mismo
puede decirse de todo el Nuevo Testamento, que cita de una parte de la
Septuaginta que en el siglo I no existía.
Mediante las citas
de los antiguos profetas, los evangelistas intentan demostrar que Jesús de
Nazaret era el Mesías prometido. Sin embargo, todas esas citas son de los
libros proféticos de la Septuaginta, libros que no se tradujeron hasta después
del siglo I. Las citas de la Septuaginta aparecen sorprendentemente en unos
evangelios que se suponen escritos antes de que existieran las traducciones
griegas de los libros de los profetas. Si retiramos esas citas proféticas de
los evangelios, éstos se quedan sin el fundamento, a saber, tratar de probar
que Jesús era el Mesías. Así, pues, dado que la base de los evangelios es la
demostración mesiánica de Jesús mediante las citas de la Septuaginta, y dado
que la traducción griega de los profetas no se conocía a finales del siglo I,
los evangelios no pueden ser anteriores al siglo II.
Por lógica su autoría
no puede ser de los cuatro evangelistas a los que se les atribuye su
composición. Los autores de los evangelios, o tal vez un solo autor, habría que
buscarlos en los primeros tiempos de la Iglesia y no precisamente en los
tempranos siglos II y III. Lo más probable es que, con carácter pseudo
histórico retroactivo, partan de principios del siglo IV, y no solamente los
evangelios, sino también los escritos paulinos, pues son constantes en ellos
las citas proféticas según la traducción de la tardía Septuaginta.
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