domingo, 1 de septiembre de 2019

Del libro BASES DOCTRINALES DE LOS TJ (59)


Viene con las nubes y todo ojo lo verá: ¿Cristo?

    ‘Antes de que el hombre y la tierra fuesen, él es. Es la luz del mundo. Da y sostiene la vida. Convierte el agua en vino. Tiene doce discípulos. Proporciona salud a las gentes. Alimenta a multitudes. Camina sobre las aguas. Lleva una corona de espinas. Viene con las nubes y todo ojo lo verá’.
    Cuando se les presenta el texto anterior a los miembros de la cristiandad, no importa la denominación eclesiástica a la que pertenezcan, absolutamente todos responden que, por supuesto, se trata de Jesucristo. Ello es debido a que los evangelios y el Apocalipsis así lo hacen creer. Sin embargo el texto precitado no se refiere a Jesucristo. ¿A quién, pues?
    La pista se da con la afirmación ‘viene con las nubes y todo ojo lo verá’. En efecto, todos los días viene con las nubes y todo ojo lo ve. Se trata del Sol. Su existencia es muy anterior a la Tierra y al hombre. Indiscutiblemente es la luz del mundo, sostiene la vida y, gracias a su acción bienhechora, la tierra produce alimentos para todos los habitantes del planeta. Y por supuesto, la fuente primordial de salud del ser humano es el Sol.
    Cuando el Sol se refleja sobre las aguas en movimiento, parece desplazarse sobre ellas. De ahí que se diga que el Sol camina sobre las aguas. El Sol convierte el agua en vino en el sentido de que hace madurar las uvas cuyo jugo después se fermentará y se convertirá en vino. El Sol tiene doce discípulos, que son las doce constelaciones del Zodiaco que recorre a lo largo del año. Al Sol se le representa popular y gráficamente por medio de un halo con pequeños rayos semejantes a espinas, a modo de corona.
    Las respuestas a esta explicación siempre son las mismas por parte de los oyentes: todos coinciden en afirmar que es forzada y que se le encajan al Sol atributos que son propios de Jesucristo. No obstante, lo contrario es la realidad: A Jesucristo, lo mismo que antes de él a otros héroes mitificados, se le atribuyeron las características que en la antigüedad se le imputaban al Sol y posteriormente a dioses o humanos endiosados que hipotéticamente precedieron a Jesucristo.
    No hemos de olvidar que las religiones fueron solares en la remota antigüedad. Las gentes veneraban al Sol como el dios dador de vida. El mismo emperador Constantino fue partidario de la adoración al Sol. De hecho fue miembro de la religión cuya devoción se tributaba al Sol Invicto. Se dice que Constantino decretó la libertad de los cristianos y él mismo se hizo cristiano. Lo que en realidad hizo fue algo más descabellado: hizo traspasar la antigua veneración del Sol al personaje de Jesucristo. El jamás se convirtió al cristianismo. Continuó toda su vida como incondicional devoto del dios Sol.
    Cuando en los libros del Nuevo Testamento se habla de una segunda venida de Jesucristo en gloria, el trasfondo real de ello es la ‘venida’ del Sol al amanecer. Todos los días el Sol viene con las nubes y todo ojo lo ve. Todos los días se oculta. Todos los días muere y resucita el Sol. De ahí que los relatos de los antiguos dioses, que tomaron los atributos solares, expongan que los tales mueren y resucitan. Más exactamente, mueren y resucitan al tercer día, como el Sol al llegar el 22 de Diciembre. Por tres días el Sol da la sensación de inactividad, que recobra al tercer día, el 25 de Diciembre. Por esa razón, de muchos de aquellos dioses a los que se les aplicaron características de la religión solar se enseña que nacen el 25 de Diciembre. Jesucristo no se libra de dicha asignación tradicional, al declarar la Iglesia católica a sus fieles que nació el 25 de Diciembre.
    Para los adeptos de las viejas religiones solares el sol moría al momento del ocaso y resucitaba, nacía o renacía con gloria a la mañana siguiente. Con el tiempo este concepto se trasladó a los dioses de turno de las nuevas religiones, que copiaron todo su ritual de las teologías solares y atribuyeron esta peculiaridad de muerte y resurrección o nacimiento a los dioses que ahora veneraban. La diferencia es que a estos nuevos dioses no se les aplicaba un morir y renacer diario, sino anual, al menos en la celebración de los ritos a ellos dedicados. El cristianismo no se libró de esto y por ese motivo Jesucristo se parece tanto a otros personajes deificados que le precedieron, como Horus, Osiris, Mitra, Dionisos, Attis, Zoroastro y Krisna, por mencionar algunos. Todos ellos no eran más que una representación encubierta del dios Sol. A todos, incluído Jesucristo, se les consideró como si fueran el mismo Sol. De ahí la general representación de casi todos ellos con un halo luminoso en sus cabezas.
    Los evangelios nos presentan a un Jesucristo de carácter mágico, naciendo de una virgen, obrando milagros, resucitando de la muerte y ascendiendo físicamente a los cielos, si bien algunos credos cristianos, como los testigos de Jehová, enseñan que no resucitó y ascendió a los cielos físicamente, sino en espíritu. Al mismo Jesucristo se le atribuye decir que es hijo natural del mismo Dios y que tuvo una existencia prehumana en el cielo. Pero justamente esto es lo que más o menos se aseguraba de los viejos seres endiosados en las distintas religiones. En origen, todo ello se remite a la antigua veneración del Sol, que viene con las nubes y todo ojo lo ve.


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