Viene
con las nubes y todo ojo lo verá: ¿Cristo?
‘Antes de que el
hombre y la tierra fuesen, él es. Es la luz del mundo. Da y sostiene la vida. Convierte
el agua en vino. Tiene doce discípulos. Proporciona salud a las gentes.
Alimenta a multitudes. Camina sobre las aguas. Lleva una corona de espinas.
Viene con las nubes y todo ojo lo verá’.
Cuando se les
presenta el texto anterior a los miembros de la cristiandad, no importa la
denominación eclesiástica a la que pertenezcan, absolutamente todos responden
que, por supuesto, se trata de Jesucristo. Ello es debido a que los evangelios
y el Apocalipsis así lo hacen creer. Sin embargo el texto precitado no se
refiere a Jesucristo. ¿A quién, pues?
La pista se da con
la afirmación ‘viene con las nubes y todo ojo lo verá’. En efecto, todos los
días viene con las nubes y todo ojo lo ve. Se trata del Sol. Su existencia es
muy anterior a la Tierra y al hombre. Indiscutiblemente es la luz del mundo,
sostiene la vida y, gracias a su acción bienhechora, la tierra produce
alimentos para todos los habitantes del planeta. Y por supuesto, la fuente
primordial de salud del ser humano es el Sol.
Cuando el Sol se
refleja sobre las aguas en movimiento, parece desplazarse sobre ellas. De ahí
que se diga que el Sol camina sobre las aguas. El Sol convierte el agua en vino
en el sentido de que hace madurar las uvas cuyo jugo después se fermentará y se
convertirá en vino. El Sol tiene doce discípulos, que son las doce
constelaciones del Zodiaco que recorre a lo largo del año. Al Sol se le
representa popular y gráficamente por medio de un halo con pequeños rayos
semejantes a espinas, a modo de corona.
Las respuestas a
esta explicación siempre son las mismas por parte de los oyentes: todos
coinciden en afirmar que es forzada y que se le encajan al Sol atributos que
son propios de Jesucristo. No obstante, lo contrario es la realidad: A
Jesucristo, lo mismo que antes de él a otros héroes mitificados, se le
atribuyeron las características que en la antigüedad se le imputaban al Sol y
posteriormente a dioses o humanos endiosados que hipotéticamente precedieron a
Jesucristo.
No hemos de
olvidar que las religiones fueron solares en la remota antigüedad. Las gentes
veneraban al Sol como el dios dador de vida. El mismo emperador Constantino fue
partidario de la adoración al Sol. De hecho fue miembro de la religión cuya
devoción se tributaba al Sol Invicto. Se dice que Constantino decretó la
libertad de los cristianos y él mismo se hizo cristiano. Lo que en realidad
hizo fue algo más descabellado: hizo traspasar la antigua veneración del Sol al
personaje de Jesucristo. El jamás se convirtió al cristianismo. Continuó toda
su vida como incondicional devoto del dios Sol.
Cuando en los
libros del Nuevo Testamento se habla de una segunda venida de Jesucristo en
gloria, el trasfondo real de ello es la ‘venida’ del Sol al amanecer. Todos los
días el Sol viene con las nubes y todo ojo lo ve. Todos los días se oculta.
Todos los días muere y resucita el Sol. De ahí que los relatos de los antiguos
dioses, que tomaron los atributos solares, expongan que los tales mueren y
resucitan. Más exactamente, mueren y resucitan al tercer día, como el Sol al
llegar el 22 de Diciembre. Por tres días el Sol da la sensación de inactividad,
que recobra al tercer día, el 25 de Diciembre. Por esa razón, de muchos de
aquellos dioses a los que se les aplicaron características de la religión solar
se enseña que nacen el 25 de Diciembre. Jesucristo no se libra de dicha
asignación tradicional, al declarar la Iglesia católica a sus fieles que nació
el 25 de Diciembre.
Para los adeptos
de las viejas religiones solares el sol moría al momento del ocaso y
resucitaba, nacía o renacía con gloria a la mañana siguiente. Con el tiempo
este concepto se trasladó a los dioses de turno de las nuevas religiones, que
copiaron todo su ritual de las teologías solares y atribuyeron esta
peculiaridad de muerte y resurrección o nacimiento a los dioses que ahora
veneraban. La diferencia es que a estos nuevos dioses no se les aplicaba un
morir y renacer diario, sino anual, al menos en la celebración de los ritos a
ellos dedicados. El cristianismo no se libró de esto y por ese motivo
Jesucristo se parece tanto a otros personajes deificados que le precedieron,
como Horus, Osiris, Mitra, Dionisos, Attis, Zoroastro y Krisna, por mencionar
algunos. Todos ellos no eran más que una representación encubierta del dios
Sol. A todos, incluído Jesucristo, se les consideró como si fueran el mismo
Sol. De ahí la general representación de casi todos ellos con un halo luminoso
en sus cabezas.
Los evangelios nos
presentan a un Jesucristo de carácter mágico, naciendo de una virgen, obrando
milagros, resucitando de la muerte y ascendiendo físicamente a los cielos, si
bien algunos credos cristianos, como los testigos de Jehová, enseñan que no
resucitó y ascendió a los cielos físicamente, sino en espíritu. Al mismo
Jesucristo se le atribuye decir que es hijo natural del mismo Dios y que tuvo
una existencia prehumana en el cielo. Pero justamente esto es lo que más o
menos se aseguraba de los viejos seres endiosados en las distintas religiones.
En origen, todo ello se remite a la antigua veneración del Sol, que viene con
las nubes y todo ojo lo ve.
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